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La felicidad costaba 200 pesetas.

Autor: @Bjdocampo

1992, Videoclub María Berdiales, Vigo.

Juego: Sensible Soccer

Plataforma: Game Gear

Con estos datos comenzó mi primera experiencia alquilando un videojuego. Hace casi 30 años. Echo la vista atrás y todavía lo recuerdo con la lucidez del momento. No era muy mayor, tendría unos siete u ocho años, estaba un poco mosca porque mi hermana estaba a punto de nacer, yo era el rey de la casa y la idea de compartir atenciones y recursos no me hacía nada de gracia.

Por aquel entonces tenía dos consolas, bueno, en realidad una. Tenía una Atari 2600 heredada de mi primo mayor, la cual no tenía ni pajolera idea de utilizar, o, directamente no tenía paciencia y desde hacía un año, una flamante Sega Game Gear.

Eso era una bendición y una maldición a la hora de alquilar videojuegos. Llegabas a los videoclubs y todos los juegos que había eran para Master System, NES, Mega Drive y cuatro cosas de la aún recién nacida SNES.

Llegabas a los videoclubs y todos los juegos que había eran para Master System, NES, Mega Drive y cuatro cosas de la aún recién nacida SNES.

Era un bendecido y a la vez un paria. Tenía una consola a todo color, con unos juegazos tremendos mientras el resto de mis amigos jugaban en una en blanco y negro (bueno, gris y verde) y siempre al amparo de la luz. Por otro, necesitaría que mi padre o mi madre fueran representantes de Duracell o Tudor y después, que no había un Santo Videoclub donde alquilar juegos de Game Gear.

Aquel momento fue mágico. Cuando le hicieron la ficha de socio a mi tía (yo era menor), cuando van a buscar el cartucho a la estantería y te lo metían en una caja de Beta envuelto en plástico de burbujas, con suerte te llevarías un manual revenido de tropecientas manos y otras tantas manchas de ColaCao, te daban una tarjeta con un sello, y pista. Tenía todo un fin de semana para devorar ese juego. Juego, que por cierto, era una terrible mierda, injugable, pero que el simple hecho de haber vivido aquella experiencia astral del alquiler del juego, mereció la pena, pues casi 30 años después, es uno de los mejores recuerdos de mi infancia.

La portada era prometedora, el juego, infame.

Más tarde la experiencia se ampliaría con creces. Esas navidades, el siempre generoso Rey Baltasar, dejó al lado de mi casa una Sega Mega Drive con su correspondiente Sonic y Megagames 1. Durante casi seis meses, hasta el verano, todo eso fue más que suficiente para saciar mi apetito videojueguil, pero al acabar el curso, necesitaba más.

Y justamente, debajo de mi casa, enfrente de mi colegio, estaba el templo de la diversión y esparcimiento de mi barrio. El Videoclub Novedades.

Y ahora sí, estaba en la élite. Viéndolo con perspectiva, era un videoclub atípico para la época. A parte de tener una gran colección de películas, disponía de un repertorio de videojuegos enorme. Normalmente estos establecimientos no disponían de muchos títulos y eran siempre los mismos, pero en este caso, su dueño, había llegado a un acuerdo con otros videoclubs de la ciudad y cada semana iban rotando entre sí varios títulos para nutrir de variedad la insaciable hambre de títulos de sus socios.

Si había cortinillas, estaba el oculto tesoro del porno.

Su dueño, un muchacho que rondaría los 30, se llamaba Berto. Tanto mis padres como yo habíamos desarrollado una relación más allá de dependiente-cliente. Berto era sincero, te aconsejaba siempre las mejores pelis, te guardaba las novedades y no te sangraba si te pasabas uno o dos días en devolver las películas. Aquella durante un tiempo fue mi segunda casa y de ahí, puedo decir con toda seguridad, que salieron algunos de los mejores momentos lúdicos de mi vida.

Era maravilloso salir de clase, corriendo como energúmenos por la calle para llegar al videoclub y que te reservasen el Super Street Fighter 2 para el fin de semana. Nos veíamos de reojo, sin saberlo sabías que el de al lado quería alquilar ese juego y llegar el primero al mostrador del Videoclub se convertía en una suerte de Juego del Calamar en el que solo podía quedar uno. Sin duda los jueves y los viernes eran los días más estresantes de la semana…(el fin de semana te lo quedabas un día más).

Llegar el primero al mostrador del Videoclub se convertía en una suerte de Juego del Calamar en el que solo podía quedar uno.

Desde ese momento de ese videoclub salieron gran parte de las miles de horas de servicio que llevo a los mandos de un joystick. Allí probé todos los Sonic, Light Crusader, Soleil, Dinamyte Headdy, Lethal Enforces (con sus pistolas llenas de mierda) y un sinfín de buenos juegos y grandes mierdas que casi no llego a recordar.

Llegué a alquilar tanto tiempo seguido Soleil, que el dueño del videoclub le daba vergüenza cobrarme.

Y ese videoclub Novedades me acompañaría en la aventura mucho tiempo más. Después llegó PlayStation, de ahí salió mi primer orgasmo con Final Fantasy VII, y casi al mismo tiempo Nintendo 64. Con los precios de la 64 bit de Nintendo, el alquiler era la opción más ventajosa para probar sus juegos. En esta época descubrí joyas como Goemon, Turok, Shadows of the Empire o ISS64.

Llegados a estas alturas de la historia ya tenía cierto poder adquisitivo. De un día apra otro me podía comprar los juegos. Acababa de llegar Dreamcast al mercado, los videoclubs no habían apostado por ella (por lo menos en Vigo) y entonces comenzaría a sufrir la sangría de cantidades ingentes de dinero que llegaría hasta el día en el que suscribo estas palabras.

Aún a día de hoy no entiendo muy bien la mecánica de este juego.

Huelga decir que con el tiempo este negocio fue desapareciendo. Son pocos los que quedan ya, y los que siguen son una especie de reflejos del pasado, monumentos al entretenimiento y al ocio que los nostálgicos como yo admiran como si de museos se tratasen. Recuerdos de una época no mejor, sino diferente. Reductos para amantes del cine (muy amantes) y preciada presa para coleccionistas, pues todo recolector de videojuegos retro sueña con el cierre de un videoclub y los tesoros o rarezas que ahí que su almacén puede albergar.

Los que siguen son una especie de reflejos del pasado, monumentos al entretenimiento y al ocio que los nostálgicos como yo admiran como si de museos se tratasen.

Si os paráis a pensar y estas leyendo esto. Puede que a ti te pasara lo mismo, o que por el contrario, aquí comenzara tu aventura, con consolas como PlayStation 2, pero la sensación ya no era la misma. Se había perdido esa esencia. El mercado era más accesible, la oferta más amplia y la sombra de la piratería campaba a sus anchas por un mercado sobrecargado de juegos de mayor o menor calidad.

El Blockbuster era el McDonalds de los videoclubs.

En una época donde un videojuego era casi un artículo de lujo, el videoclub se convertía en el paraíso terrenal del videojuego, la democratización del cartucho, la Cruz Roja de la diversión y el templo del vicio. El lugar en el que por 200 pesetas podías vivir una aventura que podría alargarse tanto cuantas más monedas tuvieras en tu hucha en forma de cerdito. Era una época donde apreciábamos más lo que teníamos. Donde las aventuras de dos horas nos parecían que duraban meses y donde el simple hecho de realizar una transacción comercial temporal, se convertía en una liturgia casi mística que generaba un placer que con el cambio de los tiempos, nadie volverá a sentir.

Era una época donde apreciábamos más lo que teníamos. Donde las aventuras de dos horas nos parecían que duraban meses.

Así que ahora cuando os quejéis del tremendo backlog que tenéis pendiente de títulos por jugar, recordad aquellos tiempos en los que menos era más.

Por cierto, se me olvidaba. -¿El último juego que alquilé?, Castlevania 64 y gracias a Bruno Sol y su análisis en Superjuegos (creo recordar), acabé gastándome 14.990 pesetas después de probarlo ese fin de semana.

Gamepass y PlayStation Plus no inventaron nada, lo evolucionaron. Y he aquí el pequeño homenaje de esta humilde publicación.

Corneo

Juego,leo y escribo

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